miércoles, 14 de enero de 2009

¿Cuál es la clase de corazón que Dios aviva? - 2da Parte


En Lucas 7, Jesús es invitado a cenar en la casa de Simón el Fariseo. Las Escrituras nos dicen que allí había una mujer que había vivido un estilo de vida pecaminoso en ese pueblo, y que aparentemente era ampliamente conocida. Cuando ella escuchó que Jesús había ido a la casa de Simón el Fariseo para cenar, fue a esa casa, presumiblemente sin haber sido invitada, y llevó consigo una caja de alabastro con perfume. Ella inmediatamente se arrojó hacia los pies de Jesús mientras Él cenaba. Las Escrituras dicen que ella se mantuvo a Sus pies, ungiéndolos. Todo lo que esta mujer pecadora hizo fue estar a los pies de Jesús, llorando; y esta es una imagen, así lo creo, del quebrantamiento y del arrepentimiento que había en su corazón aún antes de llegar a ese lugar.

Mientras sus lágrimas empezaron a caer sobre los pies de Jesús, que esta es una imagen del perdón que ella experimentó cuando Jesús secó sus pecados y limpió su corazón pecaminoso. Y luego, en libertad de corazón, sin importarle nadie a su alrededor o lo que pensaran, se arrodilló más para besar los pies de Jesús, para adorarlo, para amarlo. Luego tomó ese frasco de alabastro y derramó el perfume sobre los pies de Jesús, como si ella no se diera cuenta del resto de la gente que estaba en el cuarto. ¡Lo único que le importaba era Jesús! Y se derramó delante de Él en un espíritu quebrantado, contrito. Simón el Fariseo es la imagen de un hombre orgulloso, no quebrantado, que estaba molesto y dijo para sus adentros, “Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la que lo está tocando, y qué clase de mujer es: una pecadora”.

Pero Jesús no solamente sabía qué clase de mujer era ella, sino que también sabía qué clase de pecador era él. Jesús le habló y le dijo, “Simón, tengo algo que decirte”. “Dime, Maestro”, respondió. Y Jesús contó la historia de que dos personas le debían ciertas cantidades de dinero a un prestamista. El uno debía una cantidad extravagante y el otro solamente una cantidad insignificante, pero ninguno tenía el dinero para pagar, así que el prestamista les perdonó su deuda a los dos. Jesús le preguntó a Simón, “Ahora bien, ¿cuál de los dos lo amará más?” Y Simón dijo, “Supongo que aquel a quien más le perdonó”. Jesús dijo, “Has juzgado bien”, "pero hay algo que no has entendido bien acerca de mí". Se dirigió hacia la mujer y le dijo a Simón, “¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me diste agua para los pies, pero ella me ha bañado los pies en lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. Tú no me besaste, pero ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con aceite, pero ella me ungió los pies con perfume. Por eso te digo: si ella ha amado mucho, es que sus muchos pecados le han sido perdonados. Pero a quien poco se le perdona, poco ama”.

¿Suponemos que Simón tenía menos cosas que perdonar de las que tenía esta mujer de la calle? Yo pienso que no; ambos eran pecadores. La única diferencia era que ella sabía que lo era y que Simón, en la ceguera y en el orgullo de su corazón, no podía verse como a un pecador necesitado. Una ilustración más está en Lucas 15, cuando Jesús contó tres parábolas. En el primer versículo se nos dice quiénes estaban en Su audiencia. Había dos grupos de personas: estaban los publicanos y pecadores, y se nos dice que ellos se habían acercado a Jesús y se aferraban ávidamente a toda palabra Suya. Ellos necesitaban a Jesús y sabían que Lo necesitaban. Luego, había otro grupo: los Fariseos y los Escribas, los maestros de la ley, y estos susurraban, murmuraban y criticaban, como usualmente hacían. "¿Pueden creer que este hombre recibe a los pecadores y come con ellos? ¿Qué les parece?" Así que Jesús contó tres parábolas, dirigiéndose a los dos segmentos de su audiencia.

Cada uno de nosotros en nuestros corazones, calza dentro de una de estas dos categorías. Jesús habló primero de la oveja perdida, luego de la moneda perdida, y luego del hijo perdido. Contó sobre los dos hermanos y cómo el menor de ellos, con un corazón orgulloso, rebelde, necio y desobediente, tomó su parte de la herencia y se fue a una tierra lejana en donde se la gastó toda en una vida descontrolada. Pero luego, empezó a sentir necesidad. A menudo es nuestra necesidad lo que nos lleva al sendero del quebrantamiento y del arrepentimiento. Finalmente, cuando ya no tenía recursos propios, habiendo intentado todas las cosas posibles para vivir por su cuenta, ahora insolvente y golpeado por la pobreza, la Escritura dice que este joven se quebrantó y que, en su quebrantamiento, entró en razón, volvió en sí. Se volvió honesto para aceptar cuál era su condición verdadera y lo reconoció: “Tengo que volver a mi padre”.

Este es un paso de arrepentimiento, alejarme de mi propio camino y dirigirme hacia el camino de mi Padre. Luego él se decidió a hacer la confesión adecuada, “He pecado contra el cielo, he pecado contra ti”. Y entonces él se decidió a decirle a su padre, aunque a lo mejor él nunca le dio la oportunidad de decir todas las palabras, “Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros”. Como se puede ver, esa es la actitud del corazón de una persona quebrantada, humilde. “No soy digno de que extiendas tu gracia a mí, Oh, Dios, simplemente déjame ser uno de tus siervos”. Ya sabemos cómo el padre dio la bienvenida a su hijo, lo abrazó. El corazón de Padre que tiene Dios nos alcanza, nos da la bienvenida y abraza a los pecadores de corazones quebrantados. “¡Pronto! Traigan la mejor ropa para vestirlo. Pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies”. Hagamos una fiesta, celebremos.

Me parece, sin embargo, que no estamos muy familiarizados con la segunda parte de esta historia. Había otro hermano, el hermano mayor. Las Escrituras nos dicen en Lucas 15:25, “Mientras tanto, el hijo mayor estaba en el campo”. Era un buen chico; estaba allá afuera haciendo lo que se suponía que debía hacer, era fiel, trabajaba arduamente. Él nunca había sido desobediente ni rebelde. Era fiel y buen trabajador. Por cierto, puedo decir solamente desde mi corazón y por mi andar con el Señor y por mi peregrinaje con Él, que los años de adaptación, un deseo oculto de reconocimiento y las expectativas no satisfechas, pueden hacer que nos convirtamos en los Fariseos del Siglo 21. Aquí vemos a un hijo fiel, trabajador, que está en el campo y se acerca a la casa, escucha música y baile, pero en lugar de acudir a la fuente para averiguar lo que pasaba, se acerca a un siervo y le pregunta. El siervo le cuenta los hechos pero no la verdad; y la gente orgullosa y no quebrantada no quiere escuchar la verdad.

El siervo dijo, “Llegó tu dañado hermano y tu padre le ha hecho una fiesta”. Él no dijo, “Tu hermano, recordarás cómo se fue tan arrogante, ha regresado pero ya no es la misma persona. Está quebrantado, humilde, arrepentido, no había comido algo bueno por mucho tiempo, pero su corazón está roto y tu padre le ha perdonado. Así que es tiempo de celebrar”. El hermano mayor escuchó que el menor había venido a la casa, y no pudo regocijarse. El padre, al escuchar sobre la ira del hermano mayor, dejó la fiesta, y me han dicho que en la familia judía, cuando el padre se levantaba, la fiesta debía parar, así que la fiesta paró mientras el padre lidiaba con el orgulloso y no quebrantado hermano mayor.

¿No se parece esto a muchos de nuestros ministerios, iglesias y hermanos hoy en día? No tenemos una celebración, no hay gozo porque nos toca lidiar con toda la gente orgullosa, no quebrantada, resentida y que se siente estafada. Así que al mirar a este hermano mayor, recuerdo que mientras más alto subimos en términos de influencia, liderazgo, responsabilidad y fidelidad al servicio, más fácil es que nos volvamos orgullosos y ciegos ante la verdadera condición de nuestros corazones. Nos auto-engañamos al pensar que no necesitamos ser quebrantados, y esto se vuelve más difícil para nosotros porque después de todo, tenemos más cosas que perder en términos de nuestra reputación. Mientras pensamos en estas diferentes comparaciones, permítame preguntarle con cuál de ellas se identifica. ¿Se identifica con el orgulloso rey Saúl, con los fariseos, con el hermano mayor? ¿Se identifica con el adúltero David, con el quebrantado y pecador recaudador de impuestos, con la mujer pecadora, con el hijo pródigo?

Bueno, a lo mejor no piensen que son una de esas personas. En cada una de estas comparaciones vemos que ambas partes han pecado; la única diferencia estaba en su respuesta a ese pecado, en si estaban orgullosos o no quebrantados, o humildes y quebrantados delante de Dios, conscientes de su pecado. A Dios le ofenden más, así lo creo, el pecho salido, el cuello firme, los ojos altivos y el espíritu al que no se le puede enseñar nada; de lo que le ofenden el sodomita, la prostituta, el adúltero, el asesino y el abortista. Porque, a menudo, aquellos que están tan envueltos en pecados de la carne, saben que son pecadores. Pero aquellos de nosotros que somos los hermanos mayores, los líderes respetables, los fariseos, aquellos que tenemos todas las cosas en orden, a menudo pensamos que es difícil reconocer la verdadera necesidad de nuestros corazones.

Continuará...

1 comentario:

Anónimo dijo...

ciertamente dura pero verdadera esla palabra de Dios-gracias por la reflexion que es acertada-aveces no entendemos que siempre estamos en constante pecado o por lo menos en tentacion y es necesario aferrarse a la enseñanza de Jesus como amigo,reconociendo nuestra vulnerabilidad para avanzar a la perfecion no creyendo nunca q ya esta lograda.Ernesto ricaño-email-salmistaricauri@hotmail.com